13 de mayo de 2015

De METRÓPOLIS o La Revolución Industrial fílmica definitiva.


<<Y dejamos atrás a aquellos que no saben
Que es el último día
Dejamos dormir a aquellos que no saben
(y) marchamos al amanecer
Guiados por la Máquina B
(La salvaje Máquina B que nunca para)>>
B-MASHINA, de Laibach.

Es el METRÓPOLIS (1927) de Fritz Lang (1890-1976) un clásico indudable, inmortal e incólume del séptimo arte... pero, quizás, pese a todo, errado. No en su perfección fílmica, si no en su interacción con la realidad, como se intentará explicar en las presentes líneas.

Inspirado por una primera visita a Nueva York y sus impresionantes rascacielos, constituye una de las muchas colaboraciones entre el gran cineasta y su entonces esposa, la no menos genial guionista Thea von Harbou (1888-1954). A tenor del título, nos presentan una brillante y espléndida megalópolis del futuro, donde todos sus cómodos habitantes ven colmados a manos llenas sus necesidades y deseos. El secreto de este próspero paraíso terrenal se encuentra, paradójicamente, en el infierno que esconde bajo sus cimientos: las terribles máquinas subterráneas que mantienen las mecánica urbe en perfecto funcionamiento, cual reloj suizo. Y, enterrados con ellas, los obreros que, como esclavos egipcios, alimentan los ancestrales engranajes con sudor y carne.


Herbert George Wells (1866-1946), en LA MÁQUINA DEL TIEMPO (1895), proyectó una división evolutiva de la especie humana, a consecuencia de la diferenciación entre estamentos sociales. Sin llegar a los mismos extremos, la película que nos ocupa parece derivar de una visión similar del futuro. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en esta novela, la casta trabajadora de Lang y Von Harbou no puede, todavía, haber degenerado en peligrosos monstruos de las cavernas: gran parte del drama deriva de la inequívoca condición humana que todavía comparten tanto opresores como oprimidos; de la injusticia del ser humano contra el ser humano. Ello hará todavía más doloroso el contemplar a estos vasallos modernos en su reino gris, completamente alienados, desprovistos de toda individualidad.

Freder (Gustav Fröhlich), el hijo del sumo capitoste de ambos mundos, queda horrorizado al descubrir la realidad que sustentaba su frívola y gozosa existencia. Al principio no sabrá siquiera cómo, pero desde el primer momento dirigirá sus esfuerzos a la defensa de estos desafortunados. El motor de sus actos se encuentra a medias entre su recién despertada conciencia y el amor que siente por María (Brigitte Helm), la sacerdotisa de facto de las profundidades. Ambos descubren que el joven es el mesiánico 'mediador' que la mujer estaba esperando. Sin embargo, tanto su propio padre, Joh Fredersen (Alfred Abel), como el científico Rotwang (Rudolf Klein-Rogge) tienen sus propios planes para con la ciudad y sus habitantes. A resultas de estas cuatro voluntades, florecerá el conflicto que cambiará para siempre el panorama de la Metrópolis.


El eje central de la trama pasa por algo tan interesante como la creación de vida artificial; de hecho, probablemente su escena más famosa no sea otra que aquella en la que el robot curvilíneo adopta su forma humana. Sin embargo, se pasa muy de puntillas por las repercusiones éticas que podría tener el acto en sí. La androide, bautizada como Hel en honor a un amor perdido, no es más que un mero instrumento para Fredersen y Rotwang, y pronto queda en mitad de la convulsa y compleja relación entre ambos.

Magistralmente interpretados por sus respectivos actores, estos dos caracteres, aliados y rivales a la vez, se alzan de inmediato como los grandes villanos de la cinta. Como reflejan sus apariencias y sus ademanes, no pueden ser más distintos en personalidades y en objetivos. Mientras el primero es causa, agente y encarnación del orden frío y autoritario de la Metrópolis, el segundo desatará el caos en nombre de su venganza pasional. Rotwang es más alquimista que científico, y su hechicería parece reflejar el poder de la imaginación; un poder opuesto al mundo industrializado que nos ilustra la historia, pero necesario para dar vida a sus monstruosos mecanismos.

Como otros títulos del expresionismo alemán, huye abiertamente del verismo: sus decorados y claroscuros no buscan recrear lugares reales ni creíbles, si no ambientes, atmósferas y estados anímicos. Lo titánico de estos escenarios, sumados al ingente número de 'extras', habla elocuentemente de la capacidad de coordinación y del alto poder adquisitivo que manejó la producción; hasta tal punto que el largometraje se mantiene a día de hoy como uno de los más visualmente espectaculares de la Historia.


La perseguida irrealidad se refleja incluso en los intertítulos, donde, como en los espacios, se juega con alterar las formas convencionales. Y alcanza incluso las actuaciones, que resultan afectadas incluso para los cánones de la época. Los personajes son construidos, en su gran mayoría, a partir de unos estereotipos en los cuales se apoyan: el héroe / salvador / príncipe, la dama / sacerdotisa, el empresario / rey, el sabio excéntrico, o los obreros / siervos.

Todos ellos sirven para hacer un ejercicio demoledor de crítica social y concienciación de clases: uno que, en estos tiempos de crisis y recortes, no ha perdido un ápice de vigencia. Lamentablemente, el discurso se derrumba, cual castillo de naipes, con su desenlace. Quizás porque Von Harbou fue primero simpatizante y luego miembro del Partido Nazi, la narración parece discriminar con analogías los movimientos obreros propulsados por personalidades como Karl Marx, Friedrich Engels o Mikhail Bakunin: los refleja como meros actos destructivos y autodestructivos por parte del proletariado. En cambio, plantea una resolución demasiado espiritual para un conflicto que demanda medidas más pragmáticas y concretas. Por supuesto, tampoco se plantea la disolución de las clases sociales; en su lugar, sólo propone un entendimiento por ambas partes, basado meramente en la buena fe. En definitiva, una conclusión poética, bella en la ficción, pero escasamente verosímil y en absoluto extrapolable a la vida real.


Las constantes referencias míticas y religiosas potencian la problemática señalada en el párrafo anterior; sin embargo, en acción conjunta con su comentada y grandilocuente escenografía, consiguen un sentimiento de épica inigualable. De esta manera, nos encontramos con una moderna Torre de Babel o con un dios en la máquina literal: un Moloch de metal y motores que, en su reencarnación, sigue exigiendo la misma cuota insaciable de almas inocentes. Rotwang hará las veces de moderno Prometeo que, en su sacrilegio contra natura, acabará pagando el precio final; y Hel comparte nombre con la diosa nórdica del Inframundo. Curioso, por cierto, el pentagrama invertido, de tintes claramente satánicos, que preside su nacimiento. En oposición a la criatura, María no es la madre de Cristo, pero se dirige a su púlpito desde lo que bien podrían ser las proverbiales catacumbas cristianas. Y en este enfrentamiento entre ídolos paganos y bíblicos, Freder se alza como ineludible y necesario Redentor. 

Como anécdota final, cabe comentar que las diferencias ideológicas entre Von Harbou y Lang, que era opositor al nazismo, motivaron la separación final de la pareja y la marcha de éste a Hollywood... Aunque, seguramente, también influyó el amorío de nuestro querido tuerto con la actriz Gerda Maurus. Pese a todo, nadie duda del talento artístico de la escritora, que trabajó con otros maestros de la gran pantalla como Carl Theodor Dreyer (1889-196) o el inolvidable F. W. Murnau (1926-1931). Que METRÓPOLIS, pese a sus equívocas lecturas políticas, siga siendo tan merecedora de elogios, lo demuestra con creces. Me recuerda a las sabias palabras del sorpresivo largometraje ANONYMOUS (Roland Emmerich, 2001), donde se señala que la auténtica distinción entre un trabajo artístico y otro meramente estético se encuentra en que el primero tiene algo verdaderamente importante que contar. Por extensión, tiende inevitablemente a cierto, o a mucho, cariz político. Pero, el caso que nos ocupa, parece probar que hay algo en el arte que va más allá todavía: una magia que escapa a la mente sencilla y a las palabras insuficientes de este humilde servidor.


METRÓPOLIS no deja de ser un título obligatorio para todos los cinéfilos; en especial, para aquellos jóvenes que, contraviniendo el tópico lamentablemente certero, no hagan ascos del cine mudo o en blanco y negro. Como se ha repetido a lo largo de este texto, su manufactura visual ha desafiado el paso del tiempo y se mantiene tan atrayente y magnífico como si estuviera recién filmada: un marco perfecto para un relato excepcionalmente bien narrado, bien interpretado y bien dirigido, capaz de emocionar a los más escépticos. Una de esas obras maestras que hacen del cine algo tan grande y hermoso.

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