<<Y
dejamos atrás a aquellos que no saben
Que
es el último día
Dejamos
dormir a aquellos que no saben
(y)
marchamos al amanecer
Guiados
por la Máquina B
(La
salvaje Máquina B que nunca para)>>
B-MASHINA,
de Laibach.
Es
el METRÓPOLIS (1927) de Fritz Lang (1890-1976) un clásico
indudable, inmortal e incólume del séptimo arte... pero, quizás,
pese a todo, errado. No en su perfección fílmica, si no en su
interacción con la realidad, como se intentará explicar en las
presentes líneas.
Inspirado
por una primera visita a Nueva York y sus impresionantes rascacielos, constituye una de las muchas colaboraciones entre el gran
cineasta y su entonces esposa, la no menos genial guionista Thea von
Harbou (1888-1954). A tenor del título, nos presentan una brillante
y espléndida megalópolis del futuro, donde todos sus cómodos
habitantes ven colmados a manos llenas sus necesidades y deseos. El
secreto de este próspero paraíso terrenal se encuentra,
paradójicamente, en el infierno que esconde bajo sus cimientos: las
terribles máquinas subterráneas que mantienen las mecánica urbe en
perfecto funcionamiento, cual reloj suizo. Y, enterrados con ellas,
los obreros que, como esclavos egipcios, alimentan los ancestrales
engranajes con sudor y carne.
Herbert
George Wells (1866-1946), en LA MÁQUINA DEL TIEMPO (1895), proyectó
una división evolutiva de la especie humana, a consecuencia de la diferenciación entre estamentos
sociales. Sin llegar a los mismos extremos, la película que nos
ocupa parece derivar de una visión similar del futuro. Sin embargo,
a diferencia de lo que ocurría en esta novela, la casta trabajadora
de Lang y Von Harbou no
puede, todavía, haber degenerado en peligrosos monstruos de las
cavernas: gran parte del drama deriva de la inequívoca condición
humana que todavía comparten tanto opresores como oprimidos; de la
injusticia del ser humano contra el ser humano. Ello hará todavía
más doloroso el contemplar a estos vasallos modernos en su reino
gris, completamente alienados, desprovistos de toda individualidad.
Freder
(Gustav Fröhlich), el hijo del sumo capitoste de ambos mundos, queda
horrorizado al descubrir la realidad que sustentaba su frívola y
gozosa existencia. Al principio no sabrá siquiera cómo, pero desde
el primer momento dirigirá sus esfuerzos a la defensa de estos
desafortunados. El motor de sus actos se encuentra a medias entre su
recién despertada conciencia y el amor que siente por María
(Brigitte Helm), la sacerdotisa de facto de las profundidades. Ambos
descubren que el joven es el mesiánico 'mediador' que la mujer
estaba esperando. Sin embargo, tanto su propio padre, Joh Fredersen
(Alfred Abel), como el científico Rotwang (Rudolf Klein-Rogge)
tienen sus propios planes para con la ciudad y sus habitantes. A
resultas de estas cuatro voluntades, florecerá el conflicto que
cambiará para siempre el panorama de la Metrópolis.
El
eje central de la trama pasa por algo tan interesante como la
creación de vida artificial; de hecho, probablemente su escena más
famosa no sea otra que aquella en la que el robot curvilíneo adopta
su forma humana. Sin embargo, se pasa muy de puntillas por las
repercusiones éticas que podría tener el acto en sí. La androide,
bautizada como Hel en honor a un amor perdido, no es más que un mero
instrumento para Fredersen y Rotwang, y pronto queda en mitad de la
convulsa y compleja relación entre ambos.
Magistralmente
interpretados por sus respectivos actores, estos dos caracteres, aliados y rivales a la vez, se
alzan de inmediato como los grandes villanos de la cinta. Como
reflejan sus apariencias y sus ademanes, no pueden ser más distintos
en personalidades y en objetivos. Mientras el primero es causa,
agente y encarnación del orden frío y autoritario de la Metrópolis,
el segundo desatará el caos en nombre de su venganza pasional.
Rotwang es más alquimista que científico, y su hechicería
parece reflejar el poder de la imaginación; un poder opuesto al mundo
industrializado que nos ilustra la historia, pero necesario para
dar vida a sus monstruosos mecanismos.
Como
otros títulos del expresionismo alemán, huye abiertamente del
verismo: sus decorados y claroscuros no buscan recrear lugares reales ni
creíbles, si no ambientes, atmósferas y estados anímicos. Lo titánico de estos
escenarios, sumados al ingente número de 'extras', habla
elocuentemente de la capacidad de coordinación y del alto poder
adquisitivo que manejó la producción; hasta tal punto que el
largometraje se mantiene a día de hoy como uno de los más
visualmente espectaculares de la Historia.
La
perseguida irrealidad se refleja incluso en los intertítulos, donde,
como en los espacios, se juega con alterar las formas convencionales.
Y alcanza incluso las actuaciones, que resultan afectadas incluso
para los cánones de la época. Los personajes son construidos, en su
gran mayoría, a partir de unos estereotipos en los cuales se apoyan:
el héroe / salvador / príncipe, la dama / sacerdotisa, el
empresario / rey, el sabio excéntrico, o los obreros / siervos.
Todos
ellos sirven para hacer un ejercicio demoledor de crítica social y
concienciación de clases: uno que, en estos tiempos de crisis y
recortes, no ha perdido un ápice de vigencia. Lamentablemente, el
discurso se derrumba, cual castillo de naipes, con su desenlace.
Quizás porque Von Harbou fue primero simpatizante y luego miembro
del Partido Nazi, la narración parece discriminar con analogías los
movimientos obreros propulsados por personalidades como Karl Marx,
Friedrich Engels o Mikhail Bakunin: los refleja como meros actos
destructivos y autodestructivos por parte del proletariado. En
cambio, plantea una resolución demasiado espiritual para un
conflicto que demanda medidas más pragmáticas y concretas. Por
supuesto, tampoco se plantea la disolución de las clases sociales; en su
lugar, sólo propone un entendimiento por ambas partes, basado
meramente en la buena fe. En definitiva, una conclusión poética, bella
en la ficción, pero escasamente verosímil y en absoluto
extrapolable a la vida real.
Las
constantes referencias míticas y religiosas potencian la
problemática señalada en el párrafo anterior; sin embargo,
en acción conjunta con su comentada y grandilocuente
escenografía, consiguen un sentimiento de épica inigualable. De esta manera,
nos encontramos con una moderna Torre de Babel o con un dios en la
máquina literal: un Moloch de metal y motores que, en su
reencarnación, sigue exigiendo la misma cuota insaciable de almas
inocentes. Rotwang hará las veces de moderno Prometeo que, en su
sacrilegio contra natura, acabará pagando el precio final; y Hel comparte nombre con la diosa nórdica del Inframundo. Curioso,
por cierto, el pentagrama invertido, de tintes claramente satánicos,
que preside su nacimiento. En oposición a la criatura, María no es
la madre de Cristo, pero se dirige a su púlpito desde lo que bien
podrían ser las proverbiales catacumbas cristianas. Y en este
enfrentamiento entre ídolos paganos y bíblicos, Freder se alza como
ineludible y necesario Redentor.
Como anécdota final, cabe comentar que las diferencias ideológicas entre Von Harbou y Lang, que era opositor al nazismo, motivaron la separación final de la pareja y la marcha de éste a Hollywood... Aunque, seguramente, también influyó el amorío de nuestro querido tuerto con la actriz Gerda Maurus. Pese a todo, nadie duda del talento artístico de la escritora, que trabajó con otros maestros de la gran pantalla como Carl Theodor Dreyer (1889-196) o el inolvidable F. W. Murnau (1926-1931). Que METRÓPOLIS, pese a sus equívocas lecturas políticas, siga siendo tan merecedora de elogios, lo demuestra con creces. Me recuerda a las sabias palabras del sorpresivo largometraje ANONYMOUS (Roland Emmerich, 2001), donde se señala que la auténtica distinción entre un trabajo artístico y otro meramente estético se encuentra en que el primero tiene algo verdaderamente importante que contar. Por extensión, tiende inevitablemente a cierto, o a mucho, cariz político. Pero, el caso que nos ocupa, parece probar que hay algo en el arte que va más allá todavía: una magia que escapa a la mente sencilla y a las palabras insuficientes de este humilde servidor.
Como anécdota final, cabe comentar que las diferencias ideológicas entre Von Harbou y Lang, que era opositor al nazismo, motivaron la separación final de la pareja y la marcha de éste a Hollywood... Aunque, seguramente, también influyó el amorío de nuestro querido tuerto con la actriz Gerda Maurus. Pese a todo, nadie duda del talento artístico de la escritora, que trabajó con otros maestros de la gran pantalla como Carl Theodor Dreyer (1889-196) o el inolvidable F. W. Murnau (1926-1931). Que METRÓPOLIS, pese a sus equívocas lecturas políticas, siga siendo tan merecedora de elogios, lo demuestra con creces. Me recuerda a las sabias palabras del sorpresivo largometraje ANONYMOUS (Roland Emmerich, 2001), donde se señala que la auténtica distinción entre un trabajo artístico y otro meramente estético se encuentra en que el primero tiene algo verdaderamente importante que contar. Por extensión, tiende inevitablemente a cierto, o a mucho, cariz político. Pero, el caso que nos ocupa, parece probar que hay algo en el arte que va más allá todavía: una magia que escapa a la mente sencilla y a las palabras insuficientes de este humilde servidor.
METRÓPOLIS
no deja de ser un título obligatorio para todos los cinéfilos; en
especial, para aquellos jóvenes que, contraviniendo el tópico
lamentablemente certero, no hagan ascos del cine mudo o en blanco y
negro. Como se ha repetido a lo largo de este texto, su manufactura
visual ha desafiado el paso del tiempo y se mantiene tan atrayente y
magnífico como si estuviera recién filmada: un marco perfecto para
un relato excepcionalmente bien narrado, bien interpretado y bien
dirigido, capaz de emocionar a los más escépticos. Una de esas
obras maestras que hacen del cine algo tan grande y hermoso.