14 de agosto de 2014

De Robin Williams y otros asuntos


Una vez me contaron un chiste: un hombre va al médico y le dice que está deprimido, que la vida es dura y cruel. Dice que se siente solo en un mundo amenazado. El médico le dice que el tratamiento es muy sencillo: 'El Gran Payaso Pagliacci está en la ciudad; vaya a verle, eso le animará.' El hombre rompe a llorar: 'Pero, doctor,' le dice, 'yo soy Pagliacci'. Es un buen chiste. Todo el mundo se ríe. Se oye un redoble... Y baja el telón.”

En el momento de terminar este documento, sólo han pasado cuatro días desde que se notificara el suicidio de Robin Williams. En un principio, no tenía intención de tratar el tema, dado que me parecía (y todavía me parece) caer en el morbo o en el oportunismo. Además, sumado a las líneas que ya le dediqué a Eli Wallach, podría sentar un precedente que no deseo para este espacio. Sin embargo, no he podido evitar reflexionar sobre este deceso y lo consideraría una pérdida de tiempo y de espacio mental si no los compartiera con ustedes.

1951-2014

Mucho se ha hablado, hasta convertirlo en tópico, de la tragedia del comediante: ya saben, la sonrisa como máscara, el llanto oculto tras ella, etcétera, etcétera. Pocas veces ha quedado tan bien retratado como en el párrafo reproducido arriba, procedente de esa obra maestra que es Watchmen. Siempre he querido ver estos sujetos como filántropos abnegados, dedicados a salvarnos de la horrible realidad a golpe de carcajada; la misma que a ellos les hace sufrir. Lamentablemente, tan loable proceder acaba pasándoles factura, pues crea un muro insalvable en torno a este dolor interno que les obliga a lidiar en solitario contra él.

En la mirada de Williams, preservada para la eternidad gracias al Séptimo Arte, siempre ha habido y siempre habrá algo de melancolía, sumada a cierta resignación. Quizás por eso era tan válido para la comedia como para el drama, saltando de una a otra dentro de un mismo largometraje. Desde luego, no es de extrañar que siempre se le considerara para antagonista de Batman en muchas ocasiones: hubiera clavado la excentricidad y el trauma que suele caracterizar a los enemigos de este súper héroes. Es la mirada de un niño inocente y herido, tal vez incomprendido, atrapado en un cuerpo adulto. Ignoro por completo si esta percepción mía se ajustaba a la realidad de su persona pero, de todas maneras, es el rol que más ocasiones le tocó interpretar y el que mejor desempeñaba. Así lo demuestra en Hook: El Capitán Garfio (Steven Spielberg, 1992), en Jumanji (Joe Johnston, 1996), en El Hombre Bicentenario (Chris Colombus, 2000) o en Jack (Francis Ford Coppola, 1996). (Todos los cuales, sobretodo el primero, merecerían un comentario más extenso.)

Carne de futura reseña.

Con el párrafo anterior vengo a afirmar, realmente, que nunca fue un buen actor: carecía de la capacidad mimética de los auténticos maestros de su profesión. Era incapaz de volverse invisible, de que sólo viéramos a su personaje en pantalla en vez de a él mismo. Entre las escasas excepciones se encuentran Aladdin y el divertido musical Popeye (Robert Atlman, 1980). El primer caso tiene bastante que ver con que fuera un dibujo animado (además, un servidor está más familiarizado el doblaje español de Josema Yuste). El segundo cuenta con un maquillaje impagable y con la iconicidad del caricaturesco héroe de cómic en el que se basa. También hay un tercero, que sacaremos a colación más abajo.

En todas las demás películas en las que participó, Robin Williams es Robin Williams, sin ningún disimulo. Al menos, en las que he visto; a fin de cuentas, sólo he catado una fracción ínfima de su filmografía. De todas maneras, no es que sea algo malo: era un hombre tremendamente carismático y lo transmitía en pantalla. Siempre conseguía, y seguirá consiguiendo, que simpaticemos con él, tanto en los momentos de risa como en los de pena. ¿Por qué se creen que los niños de aquella época disfrutábamos tanto con una mierda del calibre de Flubber & El Profesor Chiflado? Puedo asegurar que no por el moquete verde. Y todo a pesar de sus esfuerzos irritantes por ser gracioso a la fuerza, tan bien representados en la infame Patch Adams... Filme que, además, arruina por completo la historia real en la que se basa.

A muchos les podrá parecer sacrílego hablar de su carrera sin mencionar El Club de los Poetas Muertos, de 1989. No obstante, personalmente, me parece un tanto sobredimensionada: especialmente todo lo referente a la participación de Williams, que siendo buena tampoco era para tanto. Quizás sea culpa mía; a lo mejor es que soy incapaz de percibir lo que sí percibo en otras películas del mismo director, como la maravillosa El Show de Truman (Peter Weird, 1998). En cambio, sí que alabo, y en grado sumo, su gran papel en El Indomable Will Hunting (1998). Curiosamente es la única vez en la que no le he visto como niño, aunque sí reflejando de nuevo, y más claramente que nunca, un acusado sufrimiento interno.

Un cartel algo soso, pero bueno.

El guión está plagado de diálogos formidables, incluyendo muchos de los que le toca declamar a Williams. El mismo que está firmado por Matt Damon y Ben Affleck. Los tres acabaron llevándose el Premio Óscar para casa gracias a esta producción: el primero por su labor actoral y los otros dos por el susodicho libreto. Se cuenta que, siendo como es amigo personal de ambos, Kevin Smith, el cineasta con cuyas producciones más tristemente me identifico, metió mano en él. Probablemente sea un rumor infundado, pero a puntito estuvo de dirigirla. El honor acabó recayendo en Gus Van Sant, artífice de la recomendable Mi Nombre es Harvey Milk (2009) o la infravalorada y prácticamente desconocida Descubriendo a Forrester (2001).

Siendo frívolos (y ser frívolo es algo que se me da deleznablemente bien), lo peor de este deceso ha sido coincidir en el tiempo con el de Lauren Bacall, eclipsándolo. La diva es mil veces más merecidamente destacada en la historia del cine; también más atractiva, en muchas acepciones. Sin embargo, pertenezco a una generación que valorará más el legado del respetable histrión. Yo mismo tengo más recuerdos asociados a Williams que a ella, aunque ahora mismo no deje de recordar un par de adaptaciones del Hércules Poirot de Agatha Christie en las que participó... Asesinato en el Orient Express (1974) y Cita con la Muerte (1988): intrigas con Sidney Lumet, Albert Finney, Peter Ustinov, Sean Connery, Anthony Perkins, Carrie Fisher y la propia Bacall, entre muchos otros nombres dignos de fetichismo cinéfilo. ¿Quién se las perdería?

La señora de Humphrey Bogart rezumando chulería.

Esto, a parte de recordarme que debo ver más cine (tanto clásico como en general), me lleva a pensar en lo condicionados que estamos por el tiempo (y las circunstancias) que nos toca vivir: por más abiertos que intentemos ser de mente o de espíritu, ni nuestros gustos ni la misma definición de nuestras personas son capaces de escapar del todo a este determinismo, de elevarnos a miras más amplias. En suma, de trascender (en cierto sentido) el tiempo y el espacio. Debemos asumir que todo lo que ahora nos gusta o nos apasiona se verá afectado por el paso de la Historia y de las modas, tanto para bien como para mal.

Y dejen de una puñetera vez las bromas con el cantante Robbie Williams. Ya pasó a estar trilladísima a los diez minutos de diñarla su tocayo.

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